La ciudad es de todos. Con este punto de partida, que no parece cuestionable, podemos afirmar que cualquier actuación que se realice en el espacio público debe contar con el beneplácito de todos o haya sido legitimada por todos. Es decir, un gobierno legítimo puede decidir acometer o aprobar una reforma urbana, porque los ciudadanos le han autorizado a tomar decisiones en su nombre, pero un vecino no puede ni debe modificar la estética pública por su cuenta porque podría haber otros ciudadanos que no estuvieran conformes. ¿Ha preguntado el autor de la pintada al dueño de la tienda, al usuario del Metro, a los vecinos del edificio o del parque infantil, si desean contar con sus absurdos y desagradables rayajos? ¿No sería mejor que los realizara en el salón de su casa, previa autorización de sus padres?
Aunque cabría hacer muchas distinciones entre lo que es arte urbano y lo que es mero vandalismo, me parece más relevante y objetivo el criterio de legitimidad. Es decir, no se trata de si la pintada es bonita o no, que normalmente es espantosa, sino si es aprobada o no por todos. Y son muchos los casos en los que los Ayuntamientos encargan por ejemplo preciosos trampantojos y otras actuaciones que en todo caso han sido supervisadas por las autoridades, como garantía de armonización de los intereses generales y la salvaguarda del paisaje urbano. Nada que ver con el error de otros alcaldes que no sólo han transigido con las pintadas, sino incluso han llegado a promoverlas, buscando el guiño fácil “a los jóvenes”, como si éstos se identificaran en su conjunto con tales aficiones.
Y es un error porque la proliferación de infinidad de “firmas” carentes de todo valor artístico, simples manchas estéticamente despreciables, son una muestra de vandalismo inadmisible, porque afean las calles de nuestros pueblos y ciudades, manchando sus fachadas e imprimiendo un sello inconfundible de abandono y desprecio a los espacios compartidos. Una sensación de degradación y pérdida de respeto hacia la ciudad que no en pocos casos constituye por sí misma una incitación a un deterioro mayor del espacio urbano. Así lo he podido comprobar personalmente, tras limpiar más de 40.000 pintadas en dos años en mi ciudad y poco a poco “reconquistar” barrios anegados por la degradación del vandalismo.
Los vecinos de nuestros maravillosos pueblos tienen derecho a disfrutar de sus plazas, calles, parques y monumentos limpios y respetados. Es necesario recuperar esa idea de respeto profundo por el espacio público, violado por quienes no se detienen ni siquiera ante el enorme valor de nuestro patrimonio arquitectónico y escultórico. La limpieza de las zonas infestadas de pintadas, la vigilancia policial, el endurecimiento de sanciones y la colaboración ciudadana, son elementos indispensables para hacer valer ese respeto. Y en mi opinión, nada mejor que comenzar por los colegios, para que nuestros hijos no crezcan viendo como normal lo que es simple mal gusto y desprecio a los demás.